Curiosa historia la de un personaje legendario como Virginia Oldoini (1837-1899), más conocida como la Condesa de Castiglione, cuya vida guarda también una fuerte relación con el desarrollo primigenio de la fotografía. Nacida en Florencia, hija de una familia perteneciente a la aristocracia de la Toscana, se casó a los 17 años con Francesco Veraris Asinari, Conde de Castiglione. De caracteres muy diferentes, la condesa gustaba de acudir a fiestas, y tenía una personalidad alegre y vitalista.
Convencida por su primo Cavour, primer ministro del rey Victor Manuel de Cerdeña y el Piamonte, acude a París en 1855, con el objetivo de doblegar la voluntad de Napoleón III y conseguir su apoyo para la renunificación de Italia. Allí empezó su leyenda. En París, se convierte en uno de los personajes de la época, centro de todas las fiestas y bailes, a donde acudía junto a su marido, a la que acompañaba, intentando ser siempre de los últimos en llegar. En la capital francesa permaneció ya prácticamente toda su vida, terminando sus días en un apartamento en la Place Vendome, sola, y dicen que con las paredes cubiertas de negro y los espejos tapados para no observar su envejecido rostro.
Y, una vez situados en su biografía, lo que verdaderamente nos interesa es la devoción que sintió la Condesa de Castiglione por su imagen, y el amor que tenía a la fotografía. Durante años estuvo visitando uno de los grandes estudios fotográficos de la época en París, el de Mayer y Pierson, donde Pierre-Louis Pierson la retrató en multitud de poses y escenografías distintas. Una colaboración que duró 40 años, entre 1856 y 1895, y que hubiera fructificado en una muestra en la Exposición Universal de París de 1900, de no ser por su muerte a los 62 años. Al menos, así lo había pensado la Condesa de Castiglione.
Más de 400 fotografías se conservan de ella, interpretando papeles muy distintos, que la propia condesa se encargaba de idear. Para ello, se inspiraba en la pintura, la literatura, el teatro o la ópera, y adoptaba roles que la convertían en taciturna, soñadora, enigmática, apasionada… casi como si fuera una Cindy Sherman del siglo XIX. Incluso, rompiendo las normas de la época, se dejó fotografiar sus pies y piernas desnudas. Unas fotografías donde ella dirige y selecciona, y Pierson sólo se encarga de la parte mecánica de la imagen, en una autoría que podríamos decir que pertenece más a la condesa que al fotógrafo.